jueves, 19 de noviembre de 2009

Quiero leer.













Era aún un adolescente cuando vino a casa mi vecina a buscarme para que fuera a la suya porque había comprado un mostruoso televisor a color y quería ver si podía sintonizarle las cadenas. Mi familia todavía tenía el de blanco y negro, y ante la posibilidad de manipular aquel enorme aparato y poder ver la tele en color, se estimularon todos mis sentidos. Comencé a trastear con él, siempre se me han dado bien los aparatos, y después de un rato de girar las perillas del dial, los taxis grisaceos de una película americana, que eran aplastados por un tanque de guerra, se fueron tornando a un amarillo chillón. Sin creérmelo, el asombro hizo que pegara la nariz a la pantalla, cuando escuché a mi vecina que me decía:
- Chiquillo, ten cuidado que te vas a quedar ciego y no podrás leer.
Hizo una pausa y continuó:
-Ah.... leer,... ...con la de maravillas que debe haber en los libros.
Luego cayó ensimismada.
Ella era una comercianta cincuentañera venida de El Aaiún que, cuando acabó el régimen anterior, se trajo su necogio a Las Palmas, de donde era. De números no se le escapaba nada, pero leer era su asignatura pendiente. Sólo reconocía las marcas de las cajas y poco más.
Cuando despertó del ensimismamiento me dijo:
- ¿Tú no tendrías paciencia para enseñarme a leer? Te puedo pagar.
Tal vez por el hecho de enseñarla, tal vez por el de cobrar por ello, que lo hice. A los cinco o seis meses ya leía.
No sé si cada vez que abre un libro piensa en mí, seguro que no. Lo que sí sé es que pudo comprobar que sí, que en los libros estaban todas las maravillas.
Yo, hoy, no me acuerdo de aquella vecina cada vez que programo un televisor a color. Pero si pienso en quién fue mi primera alumna, recuerdo esta anécdota.
De esto hace ya cuarenta años.